Un día que salía del edificio de la ONU vestido con mi buzo verde de faena, había un jardín en Forest Hills que necesitaba de mis cuidados, me asaltaron unos deconocidos. Me colocaron una bolsa en la cabeza y me metieron en un saco vacío de 50 kilos de abono natural en lo que parecía, tenía textura de ellos y además se me había clavado el gato en los riñones, el maletero de un coche.Al principio mi estado era de puro desconcierto, cómo alguien en su sano juicio podía secuestrar a un jardinero con inmunidad diplomática, no cabía una respuesta lógica en mis categorías mentales. Olvidaba a los únicos que lo podrían hacer. Media hora de pútrido, fétido y tedioso trayecto tenían la clave. El coche se detuvo y escuché discutir a mis secuestradores. No era una lengua conocida, pero eso no me indicaba nada. Yo sólo hablo italiano y escribo en español, mi mundo lingüístico es tan reducido como el espacio libre en un avión de Liberianair. Una puerta de garaje se abre, el coche arranca de nuevo. Sonido de motor en un espacio cerrado, pareciá una nave. Los secuestradores se apearon, abrieron el maletero y me sacaron con especial cuidado de golpearme en todas las esquinas del maletero. Quizás fueran cirujanos. Uno de ellos me cargó al hombre y abanzamos unos metros.Conté cuarenta y dos pasos con respecto al coche. No sé para qué los contaba. Mi sospecha era fundada, contarlos fue una pérdida de tiempo. El cirujano que me acarreaba me dejó caer con la suavidad y el cariño de un oso polar, de nuevo discutían entre ellos. Comenzaba a sospechar que mis cirujanos estaban colegiados en alguna universidad pública del golfo pérsico. Me sacaron del saco y uno de ellos dejó escapar una interjección de asco. Me ofendí como no podía ser menos, el saco era suyo. Me sentaron en una silla, me ataron las manos al respaldo y los pies a las patas. Otra vez discutían entre ellos.Me quitaron la bolsa de la cabeza y los vi. ¡Los eritreos! Qué diablos, les dije en italiano, ocurre aquí. Estábamos en un enorme hangar vacío. Entre los cristales rotos del techo aleteban lánguidamente unas palomas, las imaginé tan aburridas como el lugar. Nos conoces, dijeron los dos cirujanos-esbirros al unísono. Claro que sí, cretinos, hemos comido juntos varias veces en la cafetería, sois los guardaespaldas del embajador eritreo en la ONU. Se volvieron a mirar, ¿Frank?, dijo uno. El mismo. La discusión se revivó, esta vez era prolija en espumarajos, desconciertos, cabellos mesados y amenazas veladas. Cansados, extenuados por el histrionismo de su actuación, bajaron el tono de voz a la confidencia. De vez en cuando me miraban y asentían.Por fin se acercaron a mí y volvieron al italiano, idioma en el cual nado como una trucha asalmonada. Frank, ¿sin rencor?, dijo el Cirujano Escolta A. Soltadme, estúpidos, seréis los culpables de un incidente internacional. Se rieron. No era para menos, entre Liberia y Eritrea mediaba todo el continente africano y el misil liberiano de mayor autonomía, el FEELING 9, no superaba los 25 kilómetros a barlovento. Las carcajadas iban arreciando mientras me soltaban las ataduras. El Cirujano Escolta B, siempre fue mucho más hablador que su colega, me explicó que tenían orden de secuestrar al secretario del embajador chino y traerlo aquí, junto a su esposa. Se suponía, añadió el Cirujano Escolta B, que nosotros, que odiamos la tortura física, debíamos sobarla un poco en presencia de su marido y así, conseguir de éste una cesión de por vida de su plaza de parking.Así que esa era la maniobra de los eritreos, me apunté el plan, últimamente me había visto obligado a dejar el coche en casa por la carestía de aparcamientos. Dónde está ella, les pregunté. En aquella caseta, el Cirujano Escolta B señaló a un chamizo al fondo de la nave. Bueno, Frank, te dejamos, perdona las molestias. Un momento, ¿me dejáis aquí? Sí, dijo el Cirujano Escolta A, nunca me llevé bien con él, tenemos cosas que hacer. Ya se nos ocurrirá algo con respecto a la plaza de parking. ¿Y la mujer?, dije atónito ante tanta ociosidad. Si fueras tan amable de ocuparte de ella, te lo agradeceríamos, dijo el Cirujano Escolta B. Acto seguido se volvieron hacia el coche y se marcharon.Solo en la nave, acordándome de la estupidez africana en los estados de estrés postraumático, me acerqué a la caseta. La puerta estaba abierta, entré. Sobre un colchón, en el suelo, había una mujer oriental. Contando con que los eritreos sólo se equivocan de persona una vez al día, supuse que era china. La desaté de sus ligaduras. La mujer me abrazó. Estaba asustada,. Al oído me decía cosas en una lengua que debería nacer otras dos veces para lograr entenderla. Eran suaves susurros ininteligibles, el abrazo duraba y la naturaleza reaccionó como lo hace en esos momentos en los que un hombre y una mujer unen íntimamente sus esfuerzos vitales. Nos besamos. Amé a Kin-Li Huang, la amé tanto como duró nuestro encuentro. Cuando ya era noche cerrada, salimos de la nave y paramos un taxi. Ella se quedó en su casa, yo en la mía y así terminó todo.Años después una carta de su marido me puso sobre la pista de un hecho crucial. En ella el secretario del embajador de china en la ONU se acordaba de todos mis ancestros, así como me comunicaba que su suicidio, confirmado horas después en las noticias, era única y esclusivamente culpa de mi, cito textualmente: maldito dragón de fuego allanador de cuevas ajenas. Terminaba la carta comunicándome que su hijo, lo era en realidad mío y que mal rayo me partiera. En su posdata añadía que mi hijo se llamaba Li y que estudiaba físdica nuclear en la universidad de Pekin. Li Deporto, dije sotto voce.Por Frank Deporto
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Hace 11 años
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