Un tipo, mientras adecentaba su jardín,
con las ínfulas del Pachá de Egipto, me dijo:
"No puedes llamar guerrero al soldado
y soldado al guerrero".
Yo, jardinero, diplomático, hombre-sudor,
cabeza recalentada por el sol de agosto,
le respondí: "claro que puedo".
Qué insoportable visíon - y yo podando los rosales-;
pantalones chinos color caqui,
camisa de algodón
de un mareante tono salmón,
zapatos náuticos azul marino, sin calcetines,
fuertemente asido a sus categorías,
las manos en los bolsillos,
cara de a otro con ese hueso.
Inflexible como una barra de acero
preguntó -debía mantener intantactas sus murallas-
¿En nombre de qué?
Me detuve, me enjugué el sudor,
maldito sol laborable,
se me pega la ropa al cuerpo
sin remedio ni fórmula,
y, desprendiéndome del huracán,
le contesté a escasos centímetros
de su meliflua existencia,
un dedo enguantado, sucio, terroso,
en su pechera, de esta manera:
En el nombre de la retórica,
en el nombre de los guiños bien construidos,
en el nombre de los brindis al sol,
en el nombre de los tropos, los tres,
en el nombre de la Tierra que se queja,
en el nombre de las barritas energéticas,
en el nombre de los cereales hidrolizados,
en el nombre de la colombofilia,
de la ética peripatética y de la estética,
del estímulo y el refuerzo positivo,
de la frágil visión de una realidad posible,
de los niños albinos, de los restos en la división,
de un fumadero de hierbas aromática y medicinales,
de las fábricas de paraguas, de las cumbres de Marte,
de las estatuas de mi barrio y de mi pensamiento estatuario,
del sueño perdido en las noches sin ley,
en el nombre de la genética estraviada,
en el nombre del cuajo de la leche entera,
en el nombre de mi patria,
en el nombre de mi nombre
diré lo que quiera decir en cada momento
o callaré para siempre.
Dicho esto volví a los rosales
temiendo por mi empleo.
Por Frank Deporto
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Hace 11 años
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