domingo, enero 08, 2006

Mamaduque hispano-veneciano

DE LA ANTOLOGÍA DE MICROCUENTOS...

(Encontrado escrito en una tabla que parcheaba la puerta de un gallinero)

El camillero apoya la espalda en la pared y mansamente va dejándose caer. Sentado en el suelo, hurga en sus bolsillos hasta dar con lo que andaba buscando. Un palo humeante. Energía potencialmente gaseosa. El palo se comunica, habla al camillero, éste escucha, parece que lo hace con respeto. Pero no es respeto, hay una voluntad oculta, un vicio civil que invalidaría cualquier acuerdo. Sumisión. Su retórica es escasa, es un palo parlante pero directo, libre de molestos ambages y circunloquios. Enciéndeme, dice el palo. Vuestros deseos, palo manual, palo de bordes irregulares, palo que transporta y colorea, palo relleno de resina seca, palo paleante de Palos de la Frontera, son órdenes para mí. Lo son siempre pero más después de pasillear de norte a sur, ascensor arriba y ascensor abajo, por esta casa de locos. Napoleón vomita en la moqueta, venga aquí camillero; la princesa de Siam quiere ostras para el desayuno, sírvala cereales camillero; que un patriarca del antiguo testamento y sus otras ocho personalidades estaban jugando con piedras de feldespato y se ha tragado una, palpe su campanilla camillero. Odia este trabajo, odia su sombra proyectada en la paredes color crema, odia el rumor blancuzco de los fluorescentes, odia a los psiquiatras, odia a las enfermeras y odia los zuecos y las medias blancas. Su vida se derrumba. Pero está el palo humeante que ordena para él las cosas, lima sus aristas, acondiciona su cabello y transforma al prójimo en mosquitos nicaragüenses, todos iguales y salteados. El camillero da una calada profunda a su palo humeante. Una sonrisa involuntaria acompaña a otra. Piensa en lo agradable que es el trabajo allí. En la galería que da a la terraza, en los rayos de sol sobre su piel, en los internos jugando a la petanca, en las carnes magras de la enfermera jefe -una erección involuntaria-, en los chistes sin sentido de los pinches de cocina filipinos, en las leyendas artúricas, en la chispa que alumbra la llama olímpica, en la marea que sube -en pleno pasillo- hasta mojar sus pies, en que se abren las puertas batientes de ese pasillo y aparece el director, en que el director le habla y parece que su voz salga de un tubo de metacrilato, en que el director le ha dado una patada y le ha calificado de vago de mierda, en que ama a ese hombre y sus bigotes canos. Otra calada. Como en un eco lejano, burbujeante, salido del fondo mar, le llegan unos cantos de sirena. Es el director. Su voz es líquida y reverberante, contenida en un esfuerzo hueco. Es-tá-des-pe-di-do. Me-lón. El camillero sonríe, el director sale por las puertas batientes, las mismas por las que entró desde la marejada. Carcajadas camilleras.

Por Frank Deporto

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