viernes, marzo 17, 2006

Caja de ingletes

De la antología del microcuento


(Impreso en 50.000 hojas de papel amarillo)


Era una ciudad de paso para mí. No había pernoctado antes en ella. Venía conduciendo de muy lejos en un coche alquilado para hacer uso de su aeropuerto, pero llegué tarde. Corrí por la terminal cargado de maletas y un periódico deportivo en el bolsillo de la gabardina. Era cómico verme poseído de aquel movimiento frenético de brazos, piernas y vuelos de tela. Me veía fugazmente reflejado en los apliques metálicos de las paredes y columnas de novísimo diseño. La carrera acabó en un gran mirador desde el que se veía la pista de despegue. Cuando llegué a ese lugar mi avión partía. Dejé de correr, era inútil. Posé las maletas en el suelo. Sin solución de continuidad, molesto por esta burla del destino, pateé una de las maletas que se volcó en suelo derramando su contenido. Maldición, pensé. Y lo repetí una y otra vez hasta que fui consciente de mi pulso excesivamente acelerado. No era para menos. Había corrido desde el mostrador de los coches de alquiler, en el parking, hasta aquí, cargado de malestas y vestido con un terno azul marino, una corbata roja, camisa blanca, zapatos negros y una gabardina gris. Ahora sudaba y la corbata me asfixiaba. Miré a mi alrederor. Una hilera de asientos de plástico miraba hacia el ventanal. Elegí uno y me senté en él. Desde mi asiento veía mis dos maletas en el suelo, una de ellas abierta. Su contenido estaba parcialmente esparcido. Era la maleta de la ropa y de los enseres de aseo. La otra, la que contanía las biblias, mantenía la verticalidad. La escena era deprimente. En uno de los asientos vacíos encontré un hoja toscamente impresa. Anunciaba un motel muy económico. Miré el panorama, mis maletas, mi cansancio, mi infortunio, mi cinismo mal disimulado, mi traje arrugado, mi gabardina sucia, mis zapatos sin lustrar. Decidí pasar la noche allí. Recogí torpemente el contenido de la maleta derramada y la cerré. Desandé lo andado, de nuevo en el mismo corredor de la terminal, con mis maletas y mi indumentaria de viajante. En la calle tomé un taxi y le di la dirección del motel.

No puedo evitar sentir fascinación por este barrio. Salgo de noche a pasear y las piernas me llevan de tugurio en tugurio como si estos ejercieran una especial atracción en mí. Y lo hacen sin dudarlo. La música, el humo, la desvergüenza. Hace dos meses que estoy aquí. No creo que abandone este lugar. La crisis ya pasó. Mi mujer estaba preocupada y terminó enviándo un detective en mi busca. Recuerdo a aquel tipo. Un hombre frío e enhiesto. Parecía un esputo verde. Estaba sentado en mi local favorito contemplando la escena. Mujeres ligeras de ropa bailaban al ritmo de una música asincopada. A aquellas horas de la noche ya iba por mi tercer gimlet. Me gustan los gimlet que preparan en ese antro. Siempre, sin excepción, se les va la mano con la lima. De pronto dejé de ver el escenario. El hombre esputo-verde estaba delante de mí. Me tendía una tarjeta. La cogí. "Jonás Miriñaque, detective privado". ¿Me puedo sentar? Adelante, siéntese. ¿Quiere tomar algo? No gracias. Respuesta enhiesta. Todo en él era así, alerta, astifino. ¿Qué clase de nombre es Jonás? El que me pusieron, respondió. Lo encuentro un poco kistch, disculpe mi sinceridad, es una reminiscencia laboral. Vendo biblias. Lo sé. Además, añadió, se llama Miguel Arcángel. Un tipo listo al que no le han hecho ningún favor con su nombre. Una cruz como otra cualquiera, dijo parco. El santoral está lleno de trampas, sentencié yo. El suyo no está nada mal. ¿Mi nombre? Sí. ¿Cómo lo supo? Mire bien la tarjeta, soy detective, mi vida consiste en manejar conocimientos desechables como ese. Parece usted cansado. Me ha costado encontrarle, amigo. ¿Está molesto por eso? No. ¿Quién le envía? ¿mi jefe? ¿el Opus Dei? Más sencillo, su esposa. Olvídelo, no voy a volver, ¿cree que podrá obligarme? No me han pagado lo suficiente. Entonces tome una copa conmigo. Lo siento, no puedo, he de coger un avión. Yo en su lugar iría al aeropuerto con tiempo. Así lo haré, dijo mientrs se levantaba. Buen viaje. Gracias. Y se fue como vino, confundiéndose en el humo. No me hago muchas ilusiones con respecto a mi mujer. Un día contratará a alguien con menos escrúpulos que Jonás el esputo verde. Pero ese día no ha llegado y, mientras tanto, disfruto de mi retiro de perdición. El infierno recuperado para mí. Humo, bailarinas exóticas, una vela a dios y otra al diablo, música desalmada cuajada de alma y alcohol en combinados mal hechos.


Por Frank Deporto

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