I
¡Ladino! ¡Ladino! Esa es la palabra que le ha estado rondando durante horas. Media jornada laboral en su busca y al final, después de tantos requiebros mentales, de todas las idas y venidas vadeando la callosidad de su propio cerebro, la palabra se ha concretado y la burlona vacuidad de las cuatro casillas en blanco ha sido colmada. Jonás puede irse a casa satisfecho. Tiene apetito.
II
La mujer entró en el despacho acompañada de su aspecto amenazador e implacable. Jonás pensó en losas de hormigón. Antes del procedimiento estándar, se saludaron cortesmente. ¿Puedo ayudarla? Puede. Dígame. Le digo. Adelante. Regento, dijo ella por fin, un mugriento motel. No me importa en absoluto la suciedad porque de todo puede hacerse dinero. Yo lo hago. De vez en cuando tengo algún problema de impago. Entiendo, interrumpió Jonás Miriñaque. Bagatelas, no he venido a hablarle de eso, después de todo no es nada que no pueda sisarse del bolsillo de otro cliente; usted ya me entiende, para cuadrar el balance contable. El problema del que quiero tratar con usted ocurrió por mi condición de mujer solitaria. No hablo de esa clase de soledad en la que toda compañía es odiosa, entiéndame. Estoy sola porque el desgraciado de mi marido se largó hace años con una fulana. Y, como usted puede comprobar, soy una mujer. Jonás Miriñaque dedicó un ligero escrutinio instintivo a la figura de la mujer. Dobleces, sinuosidades y más amenazas apuntó. Continúe. Hace unos meses llegó al motel un hombre. Le ahorraré los detalles. Él y yo nos encamamos. Meses y meses de carnalidad hasta que huyó. Y no lo hizo sin más. Se llevó el contenido de mi caja de resistencia. Quiero que usted lo encuentre. Delo por hecho. Su nombre es Michael Gondor. Es blanco, es negro y se dejó olvidado el pasaporte. ¿Blanco y negro? Albino. La mujer le tendió un viejo pasaporte. Liberia, interesante, quizás sea falso. También dejó este libro. ¿Un diccionario de sinónimos? Sí, dijo que era escritor, si se fija bien verá que en la solapa hay una dirección manuscrita. Lo investigaré. Investíguelo. Lo haré. ¿Le dejo quinintos a cuenta? Déjeme mil si no le importa. Es usted un descarado. No lo sabe bien. La mujer abrió su bolso, sacó su cartera y depositó dos billetes de quinientos sobre la mesa. La llamaré. Espero su llamada, dijo ella aflojando coquetamente el hormigón. Al abrirse la puerta sonó una campanilla que, como siempre, hizo sonréir a Jonás. Le gustaba sentirse como en una tienda de golosinas.
III
En cuanto llegó a su despacho, Jonás descolgó el teléfono para marcar el número del servicio meteorológico. Una rutina diaria. Al otro lado del hilo telefónico respondió la voz de una mujer joven. Hoy cielo encapotado y nubosidad variable. ¿Y mañana? Lluvia. ¿Y pasado? Más lluvia. Colgó el teléfono con cierto grado de violencia. Jonás detesta los días de lluvia tanto como recibir un golpe en el mentón. De repente sonó el teléfono. Se asustó, pero, rehaciéndose de la impresión inicial, contestó. Era la recepcionista del edificio y que también recoge sus recados. Tienes visita. ¿Quién es? Una mujer que pregunta por ti. ¿Y cómo es? Jonás no se fía ni de su sombra. No sé qué decirte. Una palabra bastará. Está bien, hormigón, diría que es de hormigón. Hazla pasar.
IV
Detective y periódico en el autobús. La trama está casi completa con solo colocar un signo aquí y otro allí. Pero el meollo se resiste. Ha localizado el nudo gordiano en cuatro casillas en blanco que incapacitan la mayor de once, la sucesiva de seis y una tercera y no menos frustrante de nueve. Una señora se levanta a su lado. ¿Me permite, caballero? Es mi parada. Jonás regresa de la ensoñación justo para darse cuenta de algo. ¡Es la mía también!
V
Lo que parecía un sueño pesado despierta a Jonás. La realidad es muy distinta; ha sido el radio-despertador coreano sonando con evidente grandilocuencia. Del piso de arriba llegan unos golpes que le apremian a apagarlo. Jonás lo apaga y se levanta de la cama. Se siente romo. Camina por el pasillo hasta llegar a la cocina. Abre la nevera. Lo que ve le convence de que es mejor no desayunar hoy. Entra en le baño, se desnuda, se ducha y se vuelve a vestir tan gris como le es posible hacerlo. Al salir de casa tropieza en el umbral de su puerta con el periódico del día. Lo enrolla y lo guarda en uno de los bolsillos de la gabardina. En la calle camina unos metros hasta la parada del autobús, durante el trayecto, tropieza dos veces con el mismo bonzo que vende flores. Cuando está a punto de tomarle cariño, llega el autobús. No es el día ni la hora para la hermandad.
VI
Es casi mediodía. Astuto, taimado, astuto, taimado, astuto, taimado. Nada. Jonás Miriñaque mira al techo retrepado en su silla giratoria. Vamos, vamos, se dice por lo bajo. En el escritorio hay un bote lleno de lápices, bolígrafos y rotuladores, un periódico desplegado, un teléfono y los dos únicos indicios de la existencia de un hombre llamado Michael Gondor. Se siente estallar. De pronto la quietud se rompe por un repentino ataque de ira. El violento manotazo de Jonás derriba todo lo que ocupaba la superficie del escritorio. Jonás es un tipo en su punto de ebullición. Sin embargo la cólera pasa rápido. Le ocurre a menudo, como llega, se va. Arrepentido se levanta a recoger los objetos que ha derribado. El libro de Gondor está abierto sobre la moqueta. Cuando va a recogerlo, cae en la cuenta de la palabra que le falta para romper la resistencia del crucigrama. Astuto, taimado: ladino.
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