
Niña-tanque
(Escrito en el banco de un parque con un Staedler permanent negro)
Iba andando por la ciudad sin rumbo ni intención cuando te vi. Caminabas perdida, con la desgana habitual, doblez, delgadez, lánguidez; por eso no reparaste en mí ni en nadie. La realidad era una unidad y tu realidad otra muy distinta. Por mi parte, había encontrado la ruta de salida de mi tedio y la iba a transitar. Las cosas suelen ser casuales hasta morir de sí mismas, por eso decidí seguirte sin hacerme preguntas y sin hacerme reflexiones, a ti que la sombra de tu sombra ni es sombra ni es nada más ni menos que una línea mal pintada, un trazo nocturno, a lo sumo, en las perspectiva de una calle. Hacía tiempo que no te veía, mientras nos movíamos, yo te seguía desde el hectómetro, iba pensando en tus cambios. No eran muchos, sólo dos, pero sí significativos. El tinte de pelo el más traumático de todos. Tenías el pelo azul. No de un azul cualquiera, nada de eso, no lo permitirías, el tuyo era un azul metálico, esa clase de matiz en la gama del azul tan insólito y tan automovilístico que, por la fuerza de un absurdo mayor y más complejo, obliga indefectibemente a colocarse unas lentillas a juego. Esa fue mi intuición. Como es lógico no podría asegurarlo a ciencia cierta, pero permancía en mí esa creencia, esa fe monocromática que vale tanto como un caudal de casualidad precipitante. Me daba lo mismo pensar que era cierto tanto como que no. Si me acercaba a ti me descubrirías y torcerías el gesto, yo averiguaría el color de tus ojos edulcorados o no y todo, toda la emoción, el suspense, el celo hermético y la sensación agridulce de no ser descubierto en una travesura, se habría ido al traste. Por eso sabía que llevabas lentillas a juego con el color de tu pelo, lo sabía porque era necesario que la verdad se condujese por esa estrecha vereda, tan práctica y tan conveniente para mí que no podría pensarla de otro modo. Caminamos dos manzanas más sin cambiar de rumbo, tú continuabas manejando tu propio conjunto cuyos bordes no rozaban ningún otro, yo admiraba un hectómetro después ese conjunto paralelo, hasta que apareció un cruce a izquierda por el que torcimos. Era una calle peatonal aunque poco transitada a esa hora del día. Al final terminaba en un parque. En el trayecto que cubría el inicio de la calle de la entrada del parque, se extendía una zona residencial plagada de bajos comerciales cerrados y abandonados. De todos los locales que se veían, sólo uno mantenía su actividad. Era un estanco. Deseé instintivamente que no entraras en él, sin embargo ya sabía de antemano que lo tuyo no era recibir órdenes ni consejos. Toda una garantía para que en mi mente imaginase cómo se desplegaba una alfombra roja que terminaba en tus pies. No aceptas órdenes verbales y no aceptas deseos silenciosos e inexistentes. No habías cambiado nada. Sólo tu pelo y tus lentillas virtuales. Entraste en el estanco. Yo esperé fuera, en la rígida e inicial distancia hectométrica , repasándome las uñas con los dientes apoyado en una pared encalada que seguro que dejaría una marca en mi chaqueta. Tardaste quince minutos. No quise hacerme preguntas supérfluas. Mejor no. El tiempo vuela cuando se trata de expender una cajetilla de tabaco. Al salir te detuviste en la puerta y miraste en mí dirección. El hectómetro me delataba, maldición, me habías descubierto. Me hiciste una señal con la mano que parecía decir: anda ven aquí Philip Marlowe. Y fui, con la cabeza gacha me acerqué lentamente. Pero tú ya caminabas hacia el parque . Te seguí hasta un banco en cuyo respaldo te habias sentado. Cuando llegué a tu altura comprobé con satisfacción el largo de tu falda, el rojo Crayola de tus labios y los pendientes que te regaló tu hermana. Eras toda tú con una excepción: tus pelo era azul metálico y tus ojos le iban a juego. El cigarrillo que acababas de encender colgaba como un pingajo de tu boca. Más doblez, más delgadez y más languidez. ¿Te gustó mirarme, salidillo?, preguntaste sin despegar el cigarrillo de tus labios. Con la cabeza gacha, sonrojado en mi treintena y en un hilillo de voz respondí: Sí.
Por Frank Deporto
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EL SOUVENIR DEL DIABLO (o de los cojones).
Yo tú él, dijo el comerciente bengalí abarcando el espacio con un movimiento natatorio del brazo, yo tú él, repitió. Entonces su gesto se volvió octavas. Llevaba un diente de oro, sin duda el que, de todos los dientes, sonreía con más espanto. O brillaba. O lo que fuera que haciese aquel diente de mal agüero. El caso es que yo, primera parte del sortilegio, no queriendo comprar nada, acabé comprando. Había perdido mi voluntad en un acto reflejo inducido, exógeno, marginal, en el breve lapso que va de un pronombre personal a otro, de la primera a la tercera persona, ya era una marioneta sin fortuna. Trapo y paja, yermo, allí, en un sucio callejón, en la tienda de los retales de un comerciante bengalí compuesto de escalas de viento y mueca; el hombre de los pronombres: el prohombre pronominal que ordenaba y mandaba. Y yo, primera parte de la parte contratante, actor secundario, tuve que comprar. Ahora está en el salón, inútil como casi todo, mirándome y sonriéndome en vano con su gesto marcadamente etnográfico, burlesco; barnizado.
D.A.
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