martes, mayo 23, 2006

5 días en Pekín

Dia 1: El dragón multicolor
Tengo una resaca que recuerda a la morosidad de las mareas. Mi aliento es otra cosa. En él no hay nada natural y panorámico, sólo residuos y más residuos. Ayer se me fue la mano en la clase preferente. Todo por ir holgado y por tener a mi alcance licores sin límite. A eso se reduce que abriera mi caja de galletas. El dinero que había ahorrado durante este tiempo se esfumó en un vuelo etílico rumbo a Pekin. Milenaria y enigmática Pekín. De todas formas los entendía, en la mente de aquella gente elegante y pulcra yo debía de ser una bonita antinomia: mi camisa roja de flores, mis pantalones de pinzas color crema, mis sandalias de cuero...Nada agradable para sus refinados sentidos. Y encima había licores. Por eso hoy tengo esa clase de resaca que sólo evoca retazos, como si alguien me dijera que soy de cartón y poliestileno y yo no pudiera evitar asentir. No descarto que eso ocurriera ayer, cuando llegué al hotel, cuando el botones me arrastró hasta mi cuarto por los pasillos elegantemente enmoquetados del hotel hasta. Juraría que lo dijo. Cartón, poliestileno, tú. Algo, por lo demás, imposible de verificar por dos motivos. Para empezar tengo la terrible sensación de que nunca volveré a ver a ese botones. O que lo veré todos los días y en todos los lugares. Los chinos me parecen un chino ubicuo, de vez en cuando tengo suerte y descubro un chino distinto. Por otro lado hoy pasaré el día en la cama, durmiendo.

Día 2: La mujer fracaso.

No vine a China a perder la dignidad. De hecho, por más que la busque, no sé si alguna vez he estado en disposición de poseerla. En cualquier caso, uno tiene su prurito y su amor propio. Vine a ver Li. Ya va siendo hora de que él y yo, su padre, nos veamos cara a cara. No me gustaría que lo nuestro fuese una simple transacción genética. Claro que tampoco puedo evitar que eso sea así. Veremos que ocurre, hasta dentro de un par de días no nos encontraremos. He decidido no beber nada mientras tanto. El incidente del avión ya ha sido más que suficiente. Pero esta tarde he estado a punto de coger una buena. La novedad de sentirme en el uso de una recién estrenada dignidad y la novedad de sentirme herido han colisionado. Salí del hotel a dar una vuelta. Terminé en un lugar angosto, lleno gente, lleno del rumor del bullicio y la transacción humana, lleno de bares, restaurantes, mercaderías. Allí me topé con una mujer. Parecía casual. Una china andrógina que hablaba mi idioma. Bingo, me dije, a desplegar mis tropas de vanguardia. No es necesario que hable de mi encanto. Lo tengo, sin más. Así que comencé un flirteo eficaz, elegante en sus picos; cínico, agresivo, mordaz en sus depresiones. La mujer estaba en mi red. Sí, señor, no señor, sí señor. Me llevó a su casa. El viejo Frank es un tipo afortunado. Pero no lo era tanto. Antes de desnudarse me miró sonriente y, mientras el anular, el índice y el pulgar de su mano derecha se frotaban alegremente decúbito supino, me decía en una risita: money, money, necesito. Salí de allí a la carrera. Pobre y viejo Frank, emborráchate, hazlo, decía una voz en algún lugar entre la nada y la masa crítica. Y estuve caminando en ese filo de esa navaja. Por fin volví al hotel, sereno, sobrio, abatido.
Día 3: el movimiento pendular
Los chicos se habían portado. Quisé llorar por ellos, pero soy parco en lágrimas. Recuerdo el día, lo recuerdo porque era día de paga y siempre recuerdo esos días. Fue Poli el que me entregó el sobre: mira, hemos hecho una colecta entre los muchachos, queremos que vayas a ver al chino, a tu chino. Miré a Poli, ¿de qué me hablas? Tardé un rato en darme cuenta de qué estaba ocurriendo. Se referían a Li. Abrí el sobre: contenía un pasaje de ida y vuelta, en clase turista, a Pekin y cinco días pagados de hotel. Valiente pandilla de asnos urbanos. ¿Por qué será que algunos creen que soy estúpido? Se acercaba la fase final del campeonato bowling y querían mantenerme fuera de combate. Para ellos el hueso. Todo lo que va, acaba volviendo. Me decidí por ir a China y añadí algo más. Pagaría la diferencia del billete, con mis ahorros, en clase bussiness. Hoy he pasado el día en la habitación. He pedido comida al servicio de habitaciones; al ver al camarero me he quedado con las ganas de preguntarle: ¿cartón? ¿poliestileno? ¿mí?, pero el hombre parecía dormido en sus párpados rayados. Los chinos parecen dormir en vela. He comido y he cenado tumbado en la cama y viendo la televisión. La colcha está llená de migas. Viva la Revolución Cultural.
Día 4: turista incidental
He salido a ver monumentos antes de encontrarme con Li. Nunca pensé que me mimetizaría con el resto de turistas, pero allí estaba yo con esa masa pluricultural y pálida de occidentales que se achican ante el oropel. Bueno, rico, espléndoroso ¿milenario? Y milenrama también. Llegué al extremo de la alienación admirando lo que vi. No duró mucho mucho. Lo justo para matar, asesinar y destripar un tiempor que se hacía eterno. Cogí un taxi, en un papel tenía anotada la dirección que me había enviado Li por correo electrónico. Por fin miles de kilómetros se iban a traducir en carne chinesca. Mi hijo. El trayecto fue un martirio. Aquel conductor no tenía el don de la medida, de hecho, ni se acercaba a él. En el plano amargo de las tentativas, estuvimos a punto de chocar varias veces; en el de los incidentes no accidentales: chocamos. Maldije a ese estúpido. Mientras discutía airadamente con un guardia de tráfico me escabullí para entrar en otro taxi. Le di la dirección igualmente al taxista y crucé los dedos. Otro fanático, otro accidente. El tercer taxista fue el moderado. No dejamos de lado los sobresaltos, pero al menos llegué sano y salvo a mi encuentro. Le sonreí agradecido. Él, dormido como todos, sólo reaccionó ante el papel timbrado. El lugar era un edificio macizo de cinco plantas. La fachada principal, la trasera, ambos laterales, estaban cuajadas de ventanas simétricas, equidistantes, alumínicas y rectangularmente marrones. Siguiendo el plan, debía cruzar el bloque por un callejón estrecho y sucio donde se depositaban los cubos de basura de todo el vecindario hasta dar con la parte trasera de la casa. Así lo hice. En el trayecto me encontré, entre las sombras, con dos gatos desgreñados que se movían sin ganas siguiendo el rastro movededizo de la luz solar. Tropecé con la tapa de un cubo de basura. Un pequeño escándalo me detuvo. Todos los perros del lugar se habían puesto de acuerdo para ladrar. Paralizado me recreaba en imaginarios bozales, filetes narcotizados, habitaciones aisladas al ruido. Después de la larga sonata se callaron. Eso me permitiría llegar a mi objetivo sin novedad. La parte trasera era una copia comunista las otras aristas del edificio. Conté siguiendo mis instrucciones. Dos ventanas a la derecha, tercer piso. No me había llevado las gafas, pero allí estaba él. Mi hijo me saludaba, orondo, esponjoso, como hecho de levadura, desde la ventana abierta. Tampoco esa vez logré llorar. Aquello duró poco, tal vez los suficiente. Diez minutos de mímica intercultural y ya era el padre más feliz del mundo. Así acabó mi visita. Con un gesto Li me dio a entender que tenía que irse. Yo también, quién sabe, podría haber acabado llorando. Volví al hotel, aún me quedaba un día más allí. En Pekín.
Día 5: yo quería ir a Japón
Los chinos aún están en estado embrionario. Se abren al consumo, a la occidentalidad y al mercado, pero ¿cuánto de eso es verdad? Detrás de cada aserción veo una malicia paranoica. No me fío de los chinos, pienso que ocultan algo y, lo más importante, que ellos saben lo poderoso que puede ser ocultar la verdad. Es como caminar cubierto de armadura completa. A su lado somos desnudos ingredientes de un plato arroz. A China le hubiera venido de perlas un Mac Arthur al que odiar y temer. El último día vagué por la ciudad, comí aquí, compré allí. Poca cosa. Al volver al hotel fui al bar. Me tomé una Coca Cola. Hice buenas migas con una turista alemana de mediana edad. Viajaba sola, como yo. No fue a más la cosa, me costaba concentrarme. Creo que la culpa la tenía Pekín. Toda China. Toda la subterraniedad y el sueño de esas caras rayadas había afectado mis biorritmos. Hice la maleta. Cuando estaba a punto de dejar el hotel, a mi espalda, un chino lo dijo: cartón, poliestileno, tú. Me volví. El botones, el mismo botones de siempre.
Por Frank Deporto

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Uffffffff. Rallante. Pegate un tiro frank.

Anónimo dijo...

Un viaje a Pekin? Pensaba que también yo tenía derecho a conocer a Li, al fin y al cabo somos hermanos. Respecto a tus escarceos amorosos...qué decir? joder, Frank que poca estética.

Aprovecho para informarte que que este mes no he recibido el ingreso correspondiente a mi manutención. Estoy bajo mínimos.

Anónimo dijo...

Titania:

Me quieres por el vil metal. Esa es la razón por la que no guardaba mis ahorros en una cuenta corriente. Llámame paranoico, pero la caja de galletas es algo más discreto. De aquí en adelante tendrás que ser más cariñosa con daddy. ¿Has visto últimamente mi casa? Parece la jaula de los leones. Me tienes abandonado. Anda, pásate, hablemos, tengo un bote vacío de Cola Cao que podría rotular con tu nombre.

FD

P.D. Trae rosquilletas.