Era una mujer rotunda, rutilante y rotulada, todo en ella era fricativo
desde su resolución, hasta el gel de baño
Aquella noche, los chicos y yo habíamos podado unos chopos carolinos. Odio a esos bastardos crecen y crecen como si eso fuera una solución telelógica. De buena gana los hubiera cortado por la mitad si mi jefe no me hubiera obligado, un puño americano y una somanta de palos mediante, a comportarme como un jardinero decente y apergaminado
El plan se urdió en los vestuarios de la empresa. Alguien comentó: "Vayamos al Mall de Gelberson" Nadie dijo lo contrario. Los jardineros somos gente sin voluntad. Si nos mandan podar un seto, lo podamos, si nos proponen una tarde noche de espanto consumista en un mall del estado de Nueva York, lo hacemos igualmente.Gelberson es una pequeña ciudad costera,
si pronuncias su nombre en el centro de Nueva York te mirarán con cara de ternura, sonreirán y , por fin, articulando las palabras que hacía rato que estaban amontonadas en la garganta, dirán:" qué preciosa bahía" Eso era, una bahía, marisco y un centro comercial caracterizado por sus Cocacolas de litro y medio.
Llegamos en un coche robado. Los jardineros por entonces éramos así de liberales. Mientras rodara y consumiera razonablemente, un coche era un lujo que no podías pagar. De hecho, sólo estaba a nuestro alcance el menú estándar (tamaño grande) de McDonalds. El resto de las cosas era una prueba a nuestra honradez.

La vi atendiendo en una tienda de caramelos. Bajo la luz artificial su tinte irrisorio delataba una calentura interior. Me alejé de los chicos con un ahora vuelvo nada convincente.
Hola, le dije. Hola, me contestó, a qué hora sales, le pregunté, me miró, el volcan interior sonreía, mañana no entreno, estoy en la suplencia, dijo, lo interprete como en una hora y le dije que volvería entonces. La hora más larga de mi vida. Un negro nocturno como y sin dinero en medio de la catedral al gasto presocrático.
En una hora yo era un clavo frente a la tienda de caramelos. Ella estaba cerrando y echando la persiana metálica. Me acerqué por detras y la estreché la cintura. La amé nada más verla, claro que ese amor era tan efímero como el vaho en un espejo. Antes, cuando la vi tras el mostrador, no pude contemplar la verdad del instante: sus muslos turbulentos, que, como ella decían, eran los culpables de este feliz encuentro: cariño, si fuera titular con las chicas de los Knicks, hoy no habrías tenido tanta suerte.
Llevaba una faldita rosa de vinilo y unas botas de caña alta a juego. No era la Scala de Milán, no me permitirían entrar con ella en los lugares más exclusivos, pero maldita la falta que hacía. Estábamos hechos de lava y nuestros pensamientos, turbios e innecesarios, habían cedido el control al aspecto hormonal de la vida.
Tienes condones, me preguntó. La miré con cara de abisinio en busca del pez-marfil. Leyó en mi cara que no. Qué importa, vayamos a mi casa. Fuimos. Allí ocurrió lo que tenía que ocurrir. Fluidos, ruegos, gemidos, llantina encubierta, deseos que se cumplen a medias, estados peculiarias de concia material, en fin, un encuentro academicista entre un hombre soltero y falsamente negro y una mujer ligera de cascos y suplente del equipo de animadoras de los New Tork Knicks. Hacía tiempo que no me ocurría algo así, por eso, después de los diez minutos de furia, me dormí. Ambos nos dormimos.
Por la mañana me despertó una mole irlandesa de 120 kilos. Pelo rojo, bigotes cariacontecidos: quién cojones eres tú, me dijo. No, me chilló. Aún víctima del sueño líquido respondí: "soy una entidad material de pensamiento temporalmente independiente". El hombre sacó un rifle, cabrón, gritó, sólo tiene diecisiete años. Me desperté de golpe, era un asalto en toda regla al palacio de categorías recién despiertas. Sólo me dio tiempo a ponerme los calzoncillos y saltar por la ventana. Ella, ya contemplando con gracia irlandesa-canadiense la escena, mientras yo corría calle arriba, descalzo, desnudo si no fuera por un mínimo tecnicismo, me gritaba desde la ventana: ¡me llamo Cora!
Cuánto amé a cora. Cuán felices fueron los diez minutos que el tiempo ha devorado en sus fauces. Años después aparecío en la puerta de mi casa, maleta en mano, la viva (versión sofisticada) imagen de Cora. Se llamaba Titania.
Frank Deporto
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