(Robado por Michael Gondor del escritorio de Titania D. en su casa de Malibú) Niña Nocilla se aparta el pelo de la frente. Una mano peina, cuando no sujeta el bocadillo, la otra mano aferra con dureza metálica. Niña Nocilla se atusa el pelo con los dedos ensalivados. Su mirada es cauta y recelosa, ojos cimarrones que recorren la estancia, atentos al movimiento de cualquier cuerpo extraño. Así se plantea la escena: ojos selváticos y bocadillo de crema de cacao. Niña Nocilla se sienta sobre sus piernas cruzadas en cruz. Sus pies se mueven al ritmo de una música que sólo está en su mente. El peso de su cuerpo se dobla hacia adelante dibujándose una curva sonriente en su espalda. Muerde el pan. El ansia olvida sus tiernos dientes y da un paso más. Niña Nocilla muerde con las encías. Rasga, saja, cuartea; satisfecha, ronroneante, su boca es como un amén pagano. Ni un ruido altera el aperitivo de Niña Nocilla, contrae las aletas de su nariz, parece un bolero descarnado y encantador, mordiendo, devorando, engullendo, las comisuras de su labios se cubren de crema y migas de pan. Sacaría una foto de Niña Nocilla para poder suspirar todos los domingos y fiestas de guardar. Pero temo por mi integridad física y sólo observo. Niña Nocilla lleva puesto un vestidito estampado de flores, calcetines blancos y unos zapatitos negros de baile. Me parece estar viendo una escena alpina. Busco un San Bernardo, unas ovejas y unos pajarillos que no aparecen. Niña Nocilla encoge los hombros y pierde la mirada en el espacio vacío. Ha bajado la guardia. Piensa en alfrombras persas y Adolfos sin interés, mastica involuntariamente, zahiere los restos del bocadillo en un suspiro novelesco; sus dedos sucios, su boca un campo de batalla. Al ver a Niña Nocilla comer macero una idea: la merienda mancha. Cuando acaba se levanta, se sacude las migas, ya pasará la aspiradora mamá, y sale del cuarto corriendo, saltando y brincando. Por Frank Deporto |
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Hace 11 años
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