
(Bajo la tarima flotante del salón-cocina de Frank Deporto)
A diario muero por cruzar la carretera y entrar en el McDonald´s del barrio. Porque a diario muero por un Big Mac que me exorcice de tu recuerdo. Sólo la salinidad dulce de un preparado rápido e industrial me aplaca, me tranquiliza y, llenándome de ti, me hace olvidarme de la existencia misma. Pienso en tus turgencias más de lo que debería, querida Cora. Los años han pasado, han pasado los vasos gigantes de Coca-Cola, las raciones de patatas y las noches en vela. Pero no pasan los recuerdos de la piel frente a la piel, del suspiro y del jadeo nocturnos, la sensación primitiva del pecador fugitivo que está siempre ojo avizor. Esa es la razón por la que a diario muero un poco cada vez, al cruzar la carretera, al adentrarme en el mundo circense y dejar que jueguen con mis emociones, rindiéndome a los azúcares y las grasas saturadas, esa es la razón de una muerte lenta y plácida que se oculta en un recuerdo, el tuyo. El nuestro en la comunión de tu alcoba. Te mentiría si negara que después de ti no hubo otras mujeres. Nunca faltaron. Decenas de ellas entrando y saliendo de mi vida. Son los síntomas de la enfermedad. Una de ellas accidentalmente me dio un hijo. Mi querido Li. Me suele escribir desde China contraveniendo los deseos expresos de su padre putativo. Li es un chico despierto e inteligente, en él, como en Titania mis genes han servido de algo. Es una lástima que nuestra pequeña Titania no lo conozca. Claro que tampoco le comprendería. Yo no lograría entender una palabra de lo que me dice si no hubiera trabado una amistad interesada con el dueño de un restaurante chino. Detesto la comida china, sin embargo hago de tripas corazón y la como porque, mientras lo hago, mi amigo instrumental me traduce las cartas de mi hijo. Li estudia programación en la universidad de Pekín e inglés en los ratos libres. Me da miedo pensar en esos miles de millones de chinos, mi hijo incluido, aprendiendo a manejar los secretos de la informática, pronto ocuparán su lugar en la historia. Cuando el dragón chino despierte el mundo caerá rendido a sus pies, nosotros lo haremos con él como si fuéramos miserables pajaritas de papel. O de cartulina. Me gusta la rigidez de la cartulina. Como a Desmond, el mago de la papiroflexia. Lo visito con frecuencia en la residencia. El pobre no mejora. La última vez trató de soplarme cinco mil dólares para un máster en cirugía vascular. Al menos eso dijo en un principio. Le pregunté para qué quería hacer tal máster y se echó a llorar. Era una subterfugio. Al parecer, me dijo entre sollozos, quería una televisión gigante para su habitación acolchada. Estaba aburrido de ver a Winnie de Pooh, el último gran héroe -así lo llamó-, en un tamaño indigno de su grandeza. Hubiera cedido en la demanda, en términos generales opino lo mismo que él, pero detesto las mentiras Cora, las detesto aunque vengan de un perturbado mental como tu hermano. Así que le dejé llorando y lamentándose de sus malas artes. Tardaré en volver a verle, si vuelvo demasiado pronto tal vez me ablande y le de todo mi dinero. Desmond me causa ese efecto, siempre fue el mejor de todos nosotros. A veces envidio su visión del mundo. Mientras, en tanto que conservo la cordura, seguiré con mi liturgia de sacerdote coralino, tocaré mis tambores con el único fin de hacer un ruido ensordecedor, me devanaré en los jugos agridulces de la carne veloz; pútridos, nútridos, nítricos, nitrosos, como trilita en mi riego sanguíneo, todo porque tú y yo, desde el alfa de Titania, desde un cañón de escopeta apuntando hacia mí, desde aquella noche en un barrio residencial a las afueras de la realidad sensible, no somos el uno del otro. Así es y así será. Abundancia a bajo coste. Comida para llevar.
Por Frank Deporto
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